jueves, 2 de junio de 2011

ESPEJO

“Hoy la aguapanela para el desayuno está riquísima, le he puesto hojitas de yerbabuena y de menta”, decía contenta y con voz de ópera todos los días a los 6 niños.
Ella, la mayor de los hermanos de una familia campesina, fue responsable de los hermanos cuando sus padres dejaron de serlo y fueron convertidos en cruces. Sus padres habían sido positivos de la violencia de los años 50.
Tenía claro que la misión estaba reducida a ir tras el pan y las contiendas para mantener viva la historia de su madre. Cuando asomó a los 12 años y recreaba sueños adolescentes con las dos cúpulas erguidas, anunciando gacelas alegres en su cuerpo y el cantón del sexo floreciendo, seguro estaría ella en el puerto preciso para caminar los pasos del amor sobre un espejo.
Ahora a los 35 cumplidos comprendía que lograrlo, estaba a una distancia tan indeterminable como conseguir cada año unos zapatos nuevos. Sin embargo, un 29 de Junio (día de fiesta religiosa) partió en el primer campero del mercado, rumbo a la ciudad grande, a la de los muros que llena de sueños a los hombres descalzos, a los mismos que viven entre las zarzas y crepúsculos, donde las sombras de los árboles jadean al ritmo de los instrumentos de sus propios vientres y el color de las tardes son del color de los sueños de los niños.
Ella iba resuelta a buscar su propio pan en la ciudad de las luces postizas; quería enfrentar todas las esperanzas, las propias y las heredadas desde los años de infancia.
De puerta en puerta y a diario, ella tocaba cada esperanza y solo encontró una muchedumbre anémica, calles vacías de chicharras y pericos que celebraran su paso con los berridos; negocios prendidos de música estruendosa que nada decían ni al corazón ni a los oídos; mujeres semidesnudas ebrias y hombres desajustándose las braguetas con la intención de plantar un pequeño tallo, pero ella no veía la tierra lista para la siembra, tan solo cemento.
Una noche, durmiendo entre cartones, escuchó la voz doliente de un hombre joven y tan flaco que parecía disecado como los cueros de los conejos de monte que su padre clavaba en el patio...¡ cúrame, mi alma duele ! Ella corrió con la ignorancia de su auxilio, volteó una tras otra procesión de basuras a su paso; se sintió de pronto común a ella, lloró, miró al cielo, mientras dentro de sus piernas sentía el fuego de un demonio.
Ella, al igual que la madre volvió a su tierra, con desesperanzas. Regresó si. Pero regresó, con ojos de menguante.
Al otro lado, ella no alcanzó nada.

Rosaura Mestizo Mayorga

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