domingo, 31 de julio de 2011

LOS AMARRADOS

A la obra del fotógrafo caleño: FERNELL FRANCO

Despertó, entre sábanas oscuras y el claro-amarillento de un foco de kerosene,tenía los párpados hinchados y su humanidad abandonada. Una desmadejada y minúscula carne caía en la entrepierna y de la lira de su tórax podía lograrse una melodía.

Estiró músculos y huesos, una ligera flexión lo puso de pie y se dirigió al balcón de su cuarto en el hotel del puerto. Guerreando con diminutos rollos de guadua incrustados en hebras de cáñamo que hacían de cortina, descubrió la ventana. Sus ojos chocaron con la luminosidad del sol de la media mañana sobre el Pacífico; a manera de visera, uso una de las manos para proteger la vista y lograr ubicar tanto los trastes ruidosos como las voces y risas de mujeres y hombres que le habían impedido esa noche un buen sueño.

Como ráfagas, veía cruzar cabelleras largas, negras y rubias forzadas, y sobre el adoquín del patio, las huellas húmedas daban fe de pasos famélicos. Una cuneta a manera de aljibe reverberaba el agua con la cual compartían en común el aseo de sus cuerpos.

Fernell, había aprendido de Rembrandt, a fusionar lo corpóreo con lo espiritual en los retratos, además, que el blanco y negro eran la vida; de su propia inspiración, que eran los extremos monocromáticos, que no distraían ni engañaban la realidad ni admitían puntos medios, que los dos únicos efectos: luz y oscuridad, conservaban fielmente a los testigos.

Sin dudarlo, de inmediato pensó en la virtuosa Leica, la que hasta entonces le había asistido para dejar constancias de los cumplidos de fe cristiana a las familias: bautizos y matrimonios; también retratos de amantes, que dentro del marco de un corazón, sellaban promesas sobre el puente. Reversó los pasos, buscó una toalla y cubrió su humanidad de la cintura hasta donde el ancho de la tela dio. Después, echó mano a la ingenua compañera y clavó su lente en aquellos voluptuosos vientres que adelantaban un paso a las cabelleras. Disparó el obturador más de 20 veces, y lamentó no poder pasar una noche más tan siquiera en el lugar; le seguían compromisos para narrar con el lente la verdad urbana.

El evento del hotel de comienzo no le reparó ninguna novedad, fuera del interés por conocer los autores de los chillidos, pues las escenas de bares, caballistas sin chaparreras ni sombrero, socorriendo las caderas de las coperas de senos medio desnudos en los cafés de su pueblo, no le sorprendían. Le habían sido familiares desde niño; y ya por costumbre,la avidez de su vista fácilmente sabía consumirse en los focos de las luces rojas y verdes sobre las cabezas de los amantes, que con parsimonia se desvanecían hasta entrar completamente al blanco y negro. Verdadero acontecimiento.

Le pasmó, ver las uñas de gatas jóvenes en las mujeres.

Los ambientes marginales y los reflejos del agua tampoco lo herían: De los primeros, venía; y los segundos eran objetos de belleza y tranquilidad para el espíritu. Contrario sucedía con los desplomes de los edificios. Entonces, era la pequeña cámara quien lloraba las lágrimas de Fernell y quien extasiada por los acuciantes clips de su patrono, gemía grabando lo terrorífico de las escenas. ¿porqué la historia era destruida? Entonces, ¿qué iba a dar fe de ella?, ¿a dónde se repatriarían los sentimientos y los olores de las cocinas? ¿la música? ¿los llantos de los recien nacidos? y ¿las clemencias de los acusados? y ¿los adioses de los moribundos?... ¡Qué privilegio el de las iglesias!

Estos ambientes se nutrieron con voz y duelo de la violencia; blancos y negros de la cámara de Otelo Sudarovich, con quien compartió el exilio interior, el del yo. Otelo un refugiado italiano y Fernell, un desplazado de su propio pueblo. Otelo traía la violencia en imágenes y Fernell, preservaba en cientos de rollos la violencia entre liberales y conservadores. Asimilaba los bultos del mercado, con los bultos humanos. Como las mercaderías y los víveres se empacaban y desempacaban, se vendían o se amarraban; con los muertos de la violencia hacían lo mismo, tan solo que estos bultos permanecen amarrados y desaparecidos.

Las demoliciones eran los asomos de una ciudad en coma, un triste adiós a los secretos de sus muros y un camino hacia la nada. Como en el puerto, pensaba en esa mañana,-de quienes serían los espíritus de las muchachas-. Luego, le advenía el vértigo maternal para consumír el obturador, y éste volvía a repicar con emergencia. De antídoto, Fernell, volvía a la prosaica realidad de la ciudad.

Nada escapó al imán del silencio enigmático al obturar. Nada tampoco a la precisión de sus ojos, su lente y sus silencios, pues en un torrente, blanco y negro de perfecta soledad, dejó amarrados los hilos de la historia.

(Rosaura Mestizo M.)