miércoles, 17 de agosto de 2011

LLAMADAS A FELICIA

Hay llamadas emergentes y llamadas de emergencia.

Tomé mi móvil, última generación y me alejé del grupo de amigos que habían asistido a la fiesta de aniversario. Cumplía 33, según dicen las mamás, es la verdadera y única oportunidad para celebrar el nacimiento de un hijo varón. Celebrarlo en esta edad, es invocar al Dios de las alturas para que bendiga a su hijo en nombre de Jesús.

Previos días, había estado remarcando insistentemente al número que aparecía en la pantalla de llamadas perdidas, un par de semanas antes, de cuyos mensajes se leía –¡si quieres felicidad, búscame! Mi nombre es Felicia-. Asumí que eran llamadas de esos lugares de lujuria que solía frecuentar con mis amigos y que eran un antídoto para mi soledad. Pero esta noche más que cualquiera otra, me sentía frustrado e intrigado, entonces decidí insistir, sentía una sensación parecida a estar enamorado y negado a la presencia de ella. Por fin del otro lado el auricular se levantó y no hubo voz. Sin embargo, ya era una esperanza.

-Hola(laa, hola (laa), hola (laaa)- (respondió)
-Busco a Felicia- ciaa (respondió)
-¿Quien habla? – bla?? (respondió)

Abandoné la llamada, quizás, alguien me tomaba del pelo en la línea como suele suceder en los teléfonos.

Pinché de nuevo redial, sonó ocupado. Dejé la intención para más tarde, pues algunos amigos me requerían en el salón. Un espacio amplio e iluminado con lámparas de gotas en cristal de roca, que se contoneaba con el paso y brillo de la cristalería de las bebidas alcohólicas y las ricas exposiciones artísticas que pendían de los cuello de las mujeres, sus brazos y sus manos. También los grises, negro y rubios de los cabellos de los invitados, estaban abrazados por ese manto de luz artificial, que los proponía a mi vista como una fábrica de glamur instantánea. Me transporté a la época de niño cuando el vendedor de algodones en el parque, hacía crecer melenas rosas con solo una pizca de azúcar, puesta dentro de una ancha vasija rotada por un motorcito de poleas. Una vez crecidas las melenas las enredaba el hombre en una varita, que me llevaba a la boca y en un santiamén desaparecían. Una ilusión.

¿Qué carajo, tienen que ver esos algodones azucarados con todos estos hombres y mujeres de dientes bien formados e impecablemente vestidos? Me decía.

Uno y otro de los amigos, se acercaba a mí, halagaban mis triunfos, me sonreían con sonrisas ajenas y las mujeres parecían desplumarse frente a mí, después del paso de pavos reales con que venían por el centro del salón unas, y el de jirafas africanas de otras.

-Pablito, te noto callado, ¿pasa algo?-
-No, Amada, nada pasa, todo está bien, muy bien gracias.-
-Pero… no pareces el Pablito que conozco.-
-Amada, de verás, estoy bien. Gracias.-


-Pablo, siempre he pensado en ti y mucho te he echado de menos desde que te fuiste del país; y de verás te he esperado todos estos años. ¿Por qué no vamos al pórtico, llevamos un par de copas y conversamos en privado?-

Yo acepté. Amada, en efecto fue mi compañera de juegos, era mi vecina con quien había pasado la mayor parte de la vida de niño y adolescente ¿Cuántas sueños y secretos nos hacían cómplices?

Soy hijo único de una familia próspera. Mi padre, un alto ejecutivo de una de las petroleras más reconocidas, con concesiones en este país, mi madre, reconocida voluntaria, de las damas azules. Mis padres nada me han negado, por eso antes de mis 30 años, he logrado escalar como pocos, todos los niveles de la educación, tocar tres instrumentos, dominar siete idiomas, permitirme la compañía de hembras de todas las razas y colores y viajar por los lugares más remotos de la tierra. Ahora, he regresado de nuevo a mis lujos y derroche de niño mimado. ¡Pero estoy solo! Tengo todo y no tengo nada. Fueron mis últimas palabras, cerrando conversación con Amada.

Terminados los aplausos, las despedidas de la fiesta y esos momentos en que la imagen mágica de las recepciones tiende a caer en vulgaridad, cuando los hombres adquieren aspecto de ultratumba con ojos enjutos y acuosos y las mujeres previsibles se desengarzan los 15 centímetros adicionales y pasan a sus cómodas babuchas, dejando el encanto de las bellas jirafas africanas y las pavoneadas; mientras, otras menos previsibles, ritman con ellos en pasos de cisnes viejos. Nunca he entendido esos dolorosos gustos de las mujeres y sin embargo hoy me apenan. Me he recostado a la puerta principal y observo a los músicos de cámara empacar cuidadosamente los instrumentos que mas, que haberme incitado a bailar me han trasportado a aquella melodía de la canción de otoño de Varleine:

“Los largos gemidos de los violines del otoño,
Hieren mi corazón con monótona languidez”.


Fui a la cama, después de una ligera ducha, mmmm, que agradable sensación sentir los ríos de agua tibia tomándose su libertad para ir a donde quieren sobre la piel. Después de tantas manos y labios en contacto, -quizás sea una forma de lograr la purificación y recobrar mi esencia, Pablo- me dije-.

Recordé la tarea pendiente con Felicia.

Traje a la pantalla el número de las llamadas perdidas. Ya no había duda, alguien había seguido mi voz, pero una vez más sonó ocupado. Pronto vino el sueño, o mejor, esto que llaman ensueño.

-Sabes, ¿Pablo?- me dijo-. -Te he llamado infinidad de veces, desde cuando eras niño y jamás me has contestado. A ti, como a todos los hombres busco y muy pocos responden. Mis llamadas quedan perdidas, algunos como tú, mas tarde me buscan, otros, nunca.-

-Pablo, te inquieta tenerlo todo y no tener nada, te he seguido y lo sé y ahora quieres una respuesta. Es la misma que todos al final buscan “que necesito para ser feliz”. Tu mundo como el de muchos ha sido un mundo dado, con un algo impuesto para vivir, que al final termina siendo miseria. Ojalá, hubiesen tenido mejor suerte si una vez, por siquiera me hubiesen contestado. Ustedes los hombres, Pablo, hablan de suerte, pues bien, los hombres a tiempo podrían elegir un grado de felicidad, entre la búsqueda del placer –que es lo tuyo Pablo- y la huida del dolor- que es aquello por lo que has decidido llamarme-

-El placer total, Pablo, está en perfecta contradicción con el mundo entero y por eso es irrealizable e inalcanzable. Los hombres querrán ir a la Luna a Marte a Júpiter y querrán parcelarlos y venderlos a otros hombres, que quizás, puedan vivir allí, abandonar la tierra contaminada que ellos destruyen tras la búsqueda de la felicidad. Seguro, después querrán cambiar de galaxia y mientras tanto, se hacen viejos y mueren enfermos e infelices encerrados en ese mundo dado, muy a pesar de sus oraciones y jugosas donaciones para los pobres y para la guerra. Pablo, el poder, conquistado con la guerra no transmuta felicidad-.

-La felicidad, Pablo, es aquello que buscas ahora, Es la razón por la que llamo a los hombres. Pero mis llamadas no tienen eco, quedan perdidas-.

-La felicidad, es tu conducta. Para conocerla, debes despojarte de esa admiración excesiva a ti mismo, de la agresión hacia los demás, ¿recuerdas los desaires a tu nana cuando rondabas los 14? y no competir con otros a sus propias mujeres. Esto requiere paciencia, la misma que tuvo el escritor para ver que había tras la mirada fija y simple de un axolotl-.

-No hay mas medicinas Pablo, para ese abandono que vives en tu propio mundo y que llamas depresión-.

Como toda ensoñación es breve, la voz de Felicia se fue apagando y Pablo reincorporado buscó entre los anaqueles de la buhardilla, aquel envejecido libro de pastas borrosas y puntas ajadas como mapa de buque. Aquel incipiente libro, despreciado por los rasgos marxistas, que a duras penas y casi adivinando se leía “El malestar en la cultura”.

Rosaura Mestizo M.
(Inédito-registrado)