lunes, 27 de junio de 2011

UNA HORDA PARA UN ILUSTRE

La muchedumbre hereje llenó la plaza. Transcurrían las tres de la tarde y las campanas de la catedral repicaban monótonas despidiendo el duelo de un ilustre. Eran hombres imberbes y doncellas intactas. Ayer estuvieron recogidos en pequeños bares y bibliotecas de la ciudad, dejándose atrapar ya no por los envejecidos cuentos de hadas ni por esa histórica descolocada que cuentan algunos viejos en las alamedas y parques o en las escuelas cuando los niños empiezan a leer, ni de los comics opacos e inmóviles que mostraban los diarios donde siempre había un bueno que triunfaba sobre un malo.

Dedicaron el tiempo a hacer poesía; la que embalsama a nuestros propios encuentros con una realidad pestilente y enrollada en el diván de verdades amargas. Ayer, cada uno de ellos era semilla de su propia madera, no la que llega a los océanos oscuros y maquillados por intereses usureros ensañados en la destrucción colectiva. Luego no era en vano que la muchedumbre joven se aglomerara frente a la catedral. Allí, como en todas las iglesias las campanas y el reloj permanecen en constante cópula expidiendo órdenes, viejo trabajo de mando.

Sara, miraba el reloj de la catedral a través de la ventana de su piso alto y una marquesina la protegía del débil sol de esa tarde. Marcaba las tres; las campanas le notificaban del suceso y en cada tañido parecían estar llamando de nuevo a la pobre tía Mary; recordaba que sus funerales no fueron tan concurridos como los del ilustre y le dolía profundamente. Pues tía Mary había sido tan bondadosa como el viejo Ernest, su marido.

No consideraba justo que tan solo diez personas hubiesen asistido a ellos; sin contar por supuesto con el perro de la tía que aulló en la puerta de la catedral ni del par de azulejos que dejaron de comer por siempre.

Ese día, veinticinco de Abril, la chica permaneció inmóvil y su respiración era un suspenso acalambrado, la habían despertado intempestivamente los gritos de dolor de tía Mary. Enrolló las manos en las mangas del suéter café y prefirió explicarse a sí misma la escena que tenía ante sus ojos. No podía ser de otra manera, la tía Mary no había sido tan buena, como el ilustre.

En la plaza, la turba inhalaba un raro aire de ira, no había una consigna fija que uniera sus voces, parecía una enorme celda con presos hambrientos de libertad, elevando pañuelos no como signo de despedida y que vista desde la trinchera de Sara era un movimiento inmóvil, un grito incomprensible, una inmisericordia agitación de pañuelos que por momentos parecían agotarse y desaparecer.

Martín, un compañero suyo de escuela, había estado el día anterior en el bar que por la última década había frecuentado y por el que perdió su honorable oficio de sacristán en la catedral, cuando sin saberlo empotró sus pasos a los del obispo tras la misma morena. Su rostro, evidenciaba una imagen diferente a la de ella. Martín se veía alegre, enérgico, era parte de la imantación ungida en la plaza; había estado en la noche anterior como los demás preparando la despedida.

Sara continuó frente a su ventana, con la extenuada luz de la lámpara y las sombras holgadas de los cristales.

El ilustre, fue un hombre de piedra y extraño ante la gente, de batallas constantes bajo las faldas de las muchachas y de dientes zurcidos que callaban las voces de los niños en las calles. El ilustre fue un militar sediento.

ROSAURA MESTIZO

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